Nadie es profeta en su tierra

La primera vez que escuché la frase "nadie es profeta en su tierra", era adolescente y la dijo mi mamá mientras veíamos una película. Le gustaban los dichos, los soltaba como verdades suaves pero afiladas. Yo no entendí bien de qué hablaba. En mi reducido conocimiento, un profeta era alguien con túnica que hablaba con Dios y anunciaba catástrofes. "Nadie es profeta en su tierra", repetía con calma, como quien ha vivido lo suficiente para no necesitar explicarlo más.
Pero no, no tenía que ver con túnicas ni con milagros. Con los años lo entendí mejor. No por teoría, sino por experiencia. Uno puede lograr cosas hermosas, construir con esfuerzo, estudiar, escribir, crear, inventar, compartir. Pero basta mirar alrededor, a los amigos, a los de siempre ―en mi caso, no hablo de mi familia, que me apoyan incondicionalmente― para notar un silencio que no es neutro, sino hueco. Creo que no es desinterés, sino pasividad, esa forma sutil de ignorar lo que debería alegrar. O quizás, se esconde algo peor: ese pequeño aguijón de la envidia, ese que impide decir "te admiro", "te felicito" o simplemente "qué bonito lo que haces".
Pero, en definitiva, pienso que lo que hay detrás es una suerte de incomodidad callada. Un gesto que se detiene antes de convertirse en halago; como si reconocer al otro fuera una amenaza; como si en vez de inspirar, molestaras. Eso también lo aprendí: hay quienes prefieren callar, no por olvido, sino por incomodidad con el brillo ajeno.Es como si al verte crecer, algunos sintieran que deben achicarte para no confrontar su propia quietud.
Uno aprende entonces a no esperar demasiado de los "amigos" y se vuelve experto en caminar por dentro, en florecer en la sombra. Aprende a medir el impacto por los ecos. Una mujer en otro país me escribió diciendo que, gracias a uno de mis textos, volvió a escribir su diario. Una joven en otra ciudad me pidió permiso para regalar un poema mío a su novio. No es fama. Es valor. Y eso me basta.
No me quejo, al contrario. Esa falta de reconocimiento me enseñó a valorar el silencio propio, la convicción sin ruido, la fuerza de crecer a pesar de todo. Me enseñó también a no convertirme en esa tierra pequeña para otros, a reconocer los brotes ajenos con alegría, a celebrar los talentos cercanos sin temor.
Hoy entiendo que tal vez no necesitamos ser profetas en nuestra tierra. Basta con sembrar. Porque escribo no para ser reconocida, sino para no olvidarme de mí. Porque incluso si el suelo es duro, alguna semilla encontrará grieta. Y eso, al final, es suficiente.